Aparecía y desaparecía misteriosamente; nadie le vio comer, beber o dormir; tenía más de treinta años pero conservaba el mismo aspecto del primer día que apareció; y por el color de su pelo le llamaron Gris.
Muchas personas vieron y acariciaron a Gris, uno de esos testigos fue el profesor de dibujo Carlos Tomatis, que siendo estudiante frecuentaba el Oratorio donde conoció a Gris: “Era un perro de presencia formidable. Tenía una figura casi de lobo: hocico alargado, orejas derechas, pelo gris, altura de un metro”.
Esta es la pequeña historia narrada por el propio san Juan Bosco (I Becchi 1815-1888 Turín) sobre su misterioso amigo y fiel defensor:
Muchas personas vieron y acariciaron a Gris, uno de esos testigos fue el profesor de dibujo Carlos Tomatis, que siendo estudiante frecuentaba el Oratorio donde conoció a Gris: “Era un perro de presencia formidable. Tenía una figura casi de lobo: hocico alargado, orejas derechas, pelo gris, altura de un metro”.
Esta es la pequeña historia narrada por el propio san Juan Bosco (I Becchi 1815-1888 Turín) sobre su misterioso amigo y fiel defensor:
“El perro gris fue ocasión de muchas conversaciones y de varias suposiciones. Muchos de vosotros lo habéis visto y aun acariciado. Ahora, dejando aparte las peregrinas historias que sobre este perro se cuentan, yo os expondré la pura verdad.
Los frecuentes atentados de que me hacían objeto aconsejaban no andar solo al ir y volver de Turín. En aquel tiempo el manicomio era el edificio más cercano al Oratorio; todo lo demás eran terrenos llenos de espinos y acacias.
Una tarde oscura, algo tarde ya, volvía a casa solito, no sin algo de miedo, cuando veo junto a mí a un gran perro, que, a primera vista, me espantó; pero, al no amenazarme con actos de hostilidad, sino haciéndome mohínes como si fuera yo su dueño, nos pusimos pronto en buenas relaciones y me acompañó hasta el Oratorio. El mismo hecho se repitió otras muchas veces; de modo que puedo decir que el Gris me ha prestado importantes servicios. De éstos expondré algunos.
A fines de noviembre de 1854, una tarde oscura y lluviosa volvía de la ciudad, y, para andar lo menos posible por despoblado, venía por el camino que desde la Consolata va hasta el Cottolengo. A cierto punto advertí que dos hombres caminaban a poca distancia delante de mí. Estos aceleraban o retardaban el paso cada vez que retrasaba o aceleraba yo el mío. Cuando intentaba pasar a la otra parte para evitar el encuentro, ellos hábilmente se colocaron delante de mí. Intenté desandar el camino, pero ya no llegué a tiempo; ellos, dando repentinamente dos saltos atrás, y en profundo silencio, me tiraron un manta sobre la cara. Me esforcé en no dejarme envolver, pero inútilmente; aún más, uno probaba a amordazarme la boca con un pañuelo. Quería gritar, pero no podía. En aquel momento apareció el Gris, y, aullando como un oso, se abalanzó con las manos sobre la cara de uno y con la boca abierta hacia el otro, de modo que tenían que envolver al perro antes que a mí.
-Llame a su perro –se pusieron a gritar espantados-.
-Sí, sí, lo llamaré, pero dejad en libertad a los viandantes.
-Pero llámelo pronto –exclamaban-.
El Gris continuaba aullando como un lobo o como un oso rabioso. Lo llamé y los dejó. Reemprendieron ellos su camino, y el Gris, siempre a mi lado, me acompañó hasta llegar a la obra del Cottolengo. Rehecho del espanto y repuesto con una bebida que la caridad de aquella obra sabe siempre encontrar oportunamente, me fui a casa con una buena escolta.
Las tardes en que no iba acompañado de nadie, pasadas las edificaciones, veía aparecer al Gris por un lado del camino. Muchas veces lo vieron los jóvenes del Oratorio; pero una vez nos sirvió de entretenimiento. Los jóvenes de la casa lo vieron entrar en el patio: unos querían pegarle, otros emprenderla a pedradas.
-No hacerle mal –dijo José Buzzetti-; es el perro de Don Bosco.
Entonces todos se pusieron a acariciarle de mil maneras y lo acompañaron hasta mí. Estaba yo en el refectorio, cenando con algunos clérigos y sacerdotes y con mi madre. Ante la inesperada visita, todos se extrañaron.
-No temáis –les dije-, es mi Gris, dejadlo venir.
En efecto, dando una gran vuelta en torno a la mesa, se me acercó muy contento. Yo lo acaricié y le ofrecí comida, pan y cocido, pero él lo rehusó; aún más, ni siquiera quiso olfatearlo.
-¿Entonces qué quieres? -añadí-.
El no hizo más que sacudir las orejas y mover la cola.
-Come o bebe, o estáte quieto –concluí-.
Continuó entonces sus muestras de complacencia, apoyó la cabeza sobre mi mantel, como si quisiera hablarme y darme las buenas noches; después, con gran maravilla y alegría, le acompañaron los jóvenes hasta fuera de la puerta.
La última vez que vi al Gris fue el año 1866, al irme de Murialdo a Moncuco, a casa de Luis Moglia, mi amigo. El párroco de Buttigliera me había entretenido, por lo que me sorprendió la noche a mitad de camino.
“¡Oh si estuviese aquí mi Gris! –pensé para mí-; ¡qué oportuno sería!”. Dicho esto subí a un prado para gozar del último rayo de luz. En aquel momento, el Gris me salió al encuentro con gran alegría y me acompañó el trecho de camino que me quedaba, que era todavía de tres kilómetros. Llegado a casa del amigo donde se me esperaba, me advirtieron que pasara por un lugar apartado para que mi Gris no se peleara con dos grandes perros de la casa.
-Se desharían si se mordiesen –decía Moglia-.
Hablé con toda la familia, fuimos después a cenar, y a mi compañero se le dejó descansando en un rincón de la sala. Terminada la cena:
-Conviene dar la cena también al Gris –dijo el amigo-.
Tomó algo de comida, se la llevó al perro, al que buscó por todos los rincones de la sala y de la casa; pero el Gris no se le encontró más. Todos quedaron maravillados, porque no se había abierto ni la puerta ni la ventana, ni los perros de la familia dieron alguna señal de su salida. Se renovaron las pesquisas por las habitaciones superiores, pero nadie pudo encontrarlo.
Esta es la última noticia que yo tuve del perro gris, que fue ocasión de tantas preguntas y discusiones. Y nunca me fue dado conocer al dueño. Yo sólo sé que aquel animal fue para mí una verdadera providencia en los muchos peligros en que me encontré”.
Parece ser que fue en 1866 cuando los testigos vieron por última vez a Gris; pero no Juan Bosco, que le volvería a salir al encuentro y le acompañaría en una oscura noche de 1883 cuando regresaba de Ventimiglia camino de Vallecrosia, según confesó Juan Bosco a una familia de cooperantes de Marsella. La señora de la casa quedó sorprendida por la edad que debía de tener Gris -más de 30 años-, a lo que Juan Bosco respondió de forma evasiva: “Tal vez fuera el hijo o el nieto del otro”:
Rodolfo Fierro. Biografía y escritos de San Juan Bosco. Madrid, 1955, pp. 235 a 237.
Ángel Manuel González Fernández, enero de 2011.